Querida
madre:
Desearía
tenerte aquí para abrazarte, para sentir el calor de tus brazos
amorosos. Me paso las horas pelando cebollas, como si hubiera perdido
el juicio, pero lo hago para mantener la calma. Ese gesto me permite
concentrarme y evadirme, por momentos, de la situación que se vive
ahí fuera. Cada cebolla es uno de esos crueles soldados que nos
hostigan a diario. Clavo el cuchillo en el centro de su parte
superior, trazo un círculo, retiro poco a poco las capas y disfruto
de ese acto aparentemente insignificante, tan simbólico para mí. Es
mi manera de expulsar la rabia, de resistir a este asedio que no sé
cuándo se va a acabar. Cada cebolla pelada es uno de ellos
degollado, eliminado de la faz de la tierra. Ahí las tengo,
amontonadas a mi lado, sobre una bandeja verde. La esperanza sostiene
a todos esos soldados a los que despojo de sus ropas, de sus armas.
Sé que no está bien decirlo, madre, pero los odio, odio a estos
israelíes que no nos dejan vivir.
He
perdido la cuenta del tiempo que llevo encerrada. Primero llegaron en
tanques, luego empezaron a pasear armados por las calles, después
los francotiradores se encaramaron a los edificios y buscaron
posiciones. Durante esos días podíamos salir, aunque nos disparasen
con sus miradas y sus palabras. En la mañana del quinto día
empezaron a escucharse detonaciones, gritos, gente corriendo por las
calles. “Dios mío, vienen para quedarse”. Aseguré puertas,
ventanas, las apuntalé lo mejor que pude. Preparé una habitación,
la más aislada, para pasar allí mis horas. Y aquí sigo. ¿Cuánto
tiempo llevo ya? Por el momento tengo agua, subsisto con guisos de
repollo y cebollas. Las horas duran más de sesenta minutos, parecen
durar días, meses, años e incluso siglos.
Durante
el alto al fuego, el silencio se vuelve una amenaza, se cuela por los
resquicios de puertas y ventanas, se pasea por la habitación como un
fantasma. Ya no sé a qué temo más, si a los tiroteos, o a esta
calma burlona que se sienta sobre el tejado y hace temblar los
cimientos de esta humilde morada.
Qué
hermoso era nuestro pueblo, madre, qué felices éramos allí. Miro
las fotografías que yo misma tomé, nuestro hermoso olivo al lado de
la puerta. Cuánta paz y luz hubo en aquellos años, quién nos iba a
decir que nos tendríamos que marchar, abandonar lo que teníamos
para vivir aquí, donde nada nos pertenece ¿Cuándo se acabará todo
esto? ¿Cuándo volverá la paz? ¿Por qué no nos dejan vivir?
Te
quiero, madre. Espero que haya paz allá donde estés.
2 comentarios:
¿Se puede llegar a sentir envidia de los muertos? A veces cuando toda una vida desaparece y no queda sitio ni para la esperanza, altas dosis de tenacidad y amor por la vida hacen falta para no irse con los de uno. Cuantas pequeñas grandes historias se tendrán que quedar en el camino haciendo con ello otra historia en si mismas. Gracias por hacer despertar a los cerebros dormidos, María. Tu siempre sembrando. Eres grande.
Gracias de corazón, por leerme y por tus hermosas palabras.
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